Héctor
B. Olea C.
La transliteración se plantea como una
necesidad en los estudios bíblicos, pues la Biblia originalmente fue escrita en
tres idiomas muy distintos a nuestro castellano o español. Algo que
difícilmente muchos no sepan es que el AT se escribió originalmente en hebreo y
arameo, y el NT en griego.
Luego, cuando la
persona estudiosa de la Biblia quiere poner al tanto a su auditorio sobre una
palabra hebrea, aramea o griega que forma parte de un texto que está siendo
objeto de estudio, el recurso que, sin duda, tendrá que emplear es la
“transliteración”.
Pero, ¿en qué
consiste la “transliteración”? Transliterar consiste en representar en
caracteres de un idioma, las palabras de otro. No es más que la comunicación
del significante o expresión. En esto se diferencia de la traducción, pues
mientras que la transliteración comunica el significante, la expresión; la
traducción, en cambio, comunica y traspasa el significado o sentido.
Un ejemplo práctico
que nos puede ayudar a distinguir definitivamente la “transliteración” de una “traducción”
es el siguiente. En Génesis 1.1 encontramos la afirmación de que “Dios” creó.
Ahora bien, allí la palabra “Dios” es la traducción de una palabra hebrea. Como
se ve, la traducción no le ha comunicado al receptor y receptora ninguna idea
sobre cómo se lee la palabra hebrea que está detrás de la traducción “Dios”,
sino que simplemente le ha comunicado su sentido. Esto es una traducción. Pero
cuando se afirma que la palabra hebrea que se traduce “Dios” en Génesis 1.1 es «elojím», entonces
estamos frente a una transliteración.
Pero, ¿por qué, profesor,
ha transliterado usted, «elojím» y no «elohim», como prácticamente todas las
fuentes, diccionarios, comentarios y obras de teología? Por una sencilla razón. En primer lugar, he
usado un «j» u no una «h», pues en hebreo la letra «hei» o «he» siempre se
pronuncia, como la «j» del castellano, que es su verdadera equivalencia fonética
(excepto cuando es la última letra de una palabra, aunque existe un recurso
para indicar cuándo en esos casos se la ha de pronunciar, el mappiq), como en “Haina” (jáina) y no
es muda como en hueso, hielo, habichuela, hierba, hervir, herbívoro, etc.
En segundo lugar, le pongo la tilde porque de
esta manera me aseguro de que mi lector o lectora la pronuncie como en verdad
se pronuncia en hebreo, como una palabra aguda. Más adelante ofrezco más
detalles al respecto.
Consideremos también
un ejemplo del NT. Una palabra con que Pablo se identificó bastante es
“siervo”. En Romanos 1.1 Pablo se define a sí mismo como “siervo de
Jesucristo”. Aquí la palabra “siervo” es una traducción, pues no comunica nada
sobre la lectura o expresión de la palabra griega que está detrás de dicha
traducción. Ahora, cuando pasamos a decir que la palabra griega que se traduce
“siervo” en Romanos 1.1 es la griega «dúlos»,
entonces estamos ante una
transliteración.
Ahora bien, se da por
sentado que la razón de la transliteración se plantea por la necesidad de
ilustrar al auditorio, lo mejor posible, respecto de una o varias palabras que
tienen importancia en un determinado análisis textual. También implica que la
persona receptora no conoce (o se da por sentado que no) la lengua en que se
encuentra originalmente el texto objeto de estudio, y por lo tanto el emisor procura
familiarizar al lector, oyente o auditorio con el sonido (o significante) y la
escritura propia del texto en su lengua original o lengua fuente.
Pienso que aquí
procede establecer cierta diferencia entre “lengua original” y “lengua fuente”,
en relación a la labor de traducción. Por «lengua original» se entiende el
idioma en que se supone que originalmente se escribió un texto, por ejemplo, en
alemán. Luego, si a partir de ese texto en alemán se hace una traducción
directa al castellano, en este caso, «lengua original» y «lengua fuente» son la misma cosa.
Por otro lado, cuando un texto escrito
originalmente en alemán, recibe una traducción al francés, y de dicha
traducción francesa se hace posteriormente una traducción al castellano, en
este caso, la “lengua original” y la “lengua fuente” no son iguales, no son la
misma cosa. En dicha situación hay que admitir que el alemán fue el idioma
original de dicho texto, pero es el francés el idioma fuente de la traducción
al castellano.
Existen pues, dos
tipos básicos de transliteración: la lingüística y la fonética. La «transliteración
lingüística» comunica el significante o expresión, pero lo hace agregando una
serie de elementos que son más bien propios del idioma fuente, pero que no
ayudan en nada a la persona que recibe la transliteración y que desconoce los
intríngulis de dicho idioma. Por ejemplo, a una persona de habla castellana no
le ayuda en nada el recibir una transliteración que incluya una señal que
indique, por ejemplo, si una vocal es corta o larga. Este fenómeno que es común
a la lengua hebrea y aramea del AT como al griego de la Septuaginta (AT en
griego) y el NT, es, en cambio, totalmente algo extraño para el
castellano.
La «transliteración
fonética», al contrario, lo que procura es que la persona que reciba la
transliteración reproduzca, es decir, lea y pronuncie, lo más exactamente
posible, el sonido real y propio de la palabra hebrea aramea o griega que se ha
traducido. Este tipo de transliteración obliga a colocar tildes en lugares que
el castellano, que es nuestro caso, no permite colocarla en una palabra propia
del castellano. Ahora bien, en ningún momento se puede perder de vista que una
transliteración no es una palabra, frase o texto en castellano, sino la
reproducción de una expresión de otra lengua, de otro idioma.
Un hecho muy
lamentable es que siendo la transliteración fonética la más adecuada, son
muchos los buenos comentarios y diccionarios bíblicos que, a pesar de su
calidad, lamentablemente han empleado la transliteración lingüística.
Personalmente recomiendo el uso de la transliteración fonética.
También quiero puntualizar que existe un tipo
de traducción que incluye el texto fuente. Este tipo de traducción, que por lo
general no agrega o no añade ningún tipo de transliteración, se conoce con el
nombre de “interlineal”. A pesar de que muchos recomiendan este tipo de obras,
la verdad es que al no incluir ningún tipo de transliteración, para la persona
que no conoce el idioma fuente, esta no le aporta absolutamente nada, no tiene
para él o ella ninguna ventaja adicional. En realidad, en este caso, una
traducción interlineal equivale a una traducción cualquiera, sólo que el lector
o lectora se ve confrontado (a) por el texto fuente y por unos caracteres que
ni siquiera puede leer. El problema, entonces, es doble: 1) El lector o lectora
no puede siquiera leer el texto fuente. 2) Tampoco es capaz de analizarlo y
evaluarlo gramaticalmente.
Para concluir, voy
poner un ejemplo de que ilustra muy bien la diferencia entre la transliteración
«lingüística» y la «fonética». En el idioma hebreo, por ejemplo, una palabra de
uso frecuente como una forma de saludo (entre otros usos), es la hebrea «shalóm» (paz)
deletreada: s-h-a-l-ó-m. Luego, transliterarla «salom», sin
la “sh” y sin el acento en la “o”, aunque
termina en “m”, es una transliteración lingüística que dificulta la verdadera y
propia pronunciación que realmente tiene en hebreo la palabra “paz”, que es «shalóm» con “sh” y como
aguda.
Un detalle
interesante es que la mayoría de las palabras del idioma hebreo son agudas, es
decir, palabras cuya sílaba tónica es la última. En el castellano, en cambio,
la mayoría de las palabras son graves o llanas, es decir, palabras cuya sílaba
tónica es la penúltima sílaba.
Cuando se translitera
«shalóm» no estamos violentando la regla que dice que salvo algunas
excepciones, las palabras agudas no llevan tilde si no terminan en “n”, “s” o
“vocal”. No olvidemos que «shalóm» no es un término castellano, sino
simplemente un recurso (conocido como “transliteración”) para hacer que nuestro
auditorio o interlocutor lea y pronuncie este vocablo hebreo como en verdad se
pronuncia en dicho idioma. Igual será la meta y el procedimiento respecto de
una palabra aramea o griega.
¡Hasta la próxima!