Héctor
B. Olea C.
Amamos a nuestro semejante, no esencialmente
cuando le comunicamos y tratamos de convencerlo de ese gran amor de Dios hacia él
(¿Evangelismo? ¿Misión? ¿Campaña o proselitismo cristiano y evangélico?, etc.);
sino y más bien, cuando nos comprometemos con la lucha por la garantía de sus derechos,
por una verdadera justicia social; en fin, por un mejor bienestar para todas
las personas (sin importar su credo, ideología, orientación sexual, religión, etc.),
y no sólo el de un pequeño sector (tal vez y precisamente identificado con
nuestra particular ideología, filosofía de vida, teología, etc.).
En suma, amamos a nuestro semejante, cuando
arriesgamos y ponemos en juego la propia imagen pública, el bienestar propio,
incluso la propia vida por causa del bien ajeno, así de sencillo.
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