Una perspectiva cívica y crítica
Héctor
B. Olea C.
La actual Constitución dominicana, en su
artículo 45, establece un principio que al menos para un sector de la comunidad
evangélica es prácticamente imposible, o por lo menos un poco menos que
imposible, de comprender, asimilar y de ajustar su discurso y práctica a dicho
principio; por supuesto, esta misma dificultad se constata también en otro
amplio sector de la sociedad dominicana que no se identifica con religiosidad
alguna.
Este principio es el de la libertad de creencias,
de conciencia y de cultos. Ahora bien, este principio supone, por un lado, el
derecho de la comunidad evangélica de creer, vivir y practicar aquello que se
conforme a sus presuposiciones teológicas y a su particular lectura de la
Biblia, por supuesto siempre en el marco de la ley, el marco jurídico vigente, y
los derechos fundamentales e inalienables del ser humano.
Por otro lado, el derecho que tiene el resto
de la sociedad, incluso, la que confiesa una religiosidad distinta o ninguna
religiosidad, de creer, vivir y practicar aquello que se conforme a sus presupuestos
filosóficos e ideológicos; obviamente, también en el mismo marco de la ley, el marco
jurídico vigente y los mismos derechos fundamentales e inalienables del ser
humano.
Después todo, tanto el sector religioso como
el que no se identifica con espiritualidad o religiosidad alguna, están
supeditados a lo que establece el artículo 39 (en su introducción) de la misma Constitución
dominicana vigente:
“Todas las personas nacen libres e iguales
ante la ley, reciben la misma protección y trato de las instituciones, autoridades
y demás personas y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades,
sin ninguna discriminación por razones de género, color, edad, discapacidad,
nacionalidad, vínculos familiares, lengua, religión, opinión política o
filosófica, condición social o personal”.
Luego, si bien comprendemos el papel que
desempeña la Biblia, y mucho más que la Biblia, la particular lectura de la
Biblia (la cual está supeditada a una particular conjunto de presuposiciones
teológicas) que lleva a cabo cada sector, cada tradición del cristianismo protestante
y evangélico; la comunidad cristiana y evangélica debe comprender que es con
base en el marco jurídico vigente, y no con base en la Biblia ni su particular conjunto
de presuposiciones bíblico-teológicas, que se ha de juzgar el comportamiento
personal e institucional, público y privado.
Consecuentemente, es evidente que se hace
demasiado necesario que la comunidad cristiana y evangélica comprenda de una
vez y por todas, asimile, y acepte, que no es posible hacer coincidir su
concepto de “pecado” y “conducta inmoral” con lo que la ley y el derecho
consuetudinario consideren delito.
En suma, cierto, la comunidad cristiana y evangélica
tiene derecho a la palabra, pero no sólo ella; y su discurso ni es el único, ni
necesariamente el mejor. Por supuesto, tampoco ha de considerarse una voz
privilegiada, desinteresada, la más justa, la que está por encima del bien y del
mal, en fin la única; sino y más bien una voz más entre otras, que merece ser escuchada
y valorada, pero como las demás, sujeta al escrutinio de todos y todas; así de
sencillo.
¡Hasta
la próxima!
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