«Emmanuel»
versus «im-manu-el»
Cuestiones
de lingüística bíblica
Héctor B. Olea C.
Con la publicación de mi artículo anterior titulado: «Emmanuel», ¿un nombre propio o una palabra descriptiva?, se me planteó la pregunta: ¿Por qué «Emmanuel», si el término hebreo al que alude se pronuncia «im-manu-el»?
Y he aquí mi respuesta.
En primer lugar, es preciso decir que en el proceso de traducir una obra, no siempre se traduce. Estrechamente relacionado con la labor de traducción es el procedimiento llamado «transliteración».
Consiste la «transliteración» en emplear en la lengua receptora o de llegada las letras que son fonéticamente equivalentes a las empleadas en el idioma fuente o de partida.
Otro concepto ligado a la labor de traducción es la «transcripción». La «transcripción», por un lado, se considera equivalente a «transliteración», “como la escritura en un alfabeto de lo que está escrito en otro” («Diccionario de términos filológicos», Fernando Lázaro Carreter, GREDOS).
Por otro lado, el mismo «Diccionario de términos filológicos» de Fernando Lázaro Carreter da como segunda acepción de la palabra «transcripción» la siguiente definición:
“Escritura en alfabeto fonético de lo que está escrito en alfabeto ordinario o de lo que se oye pronunciar al hablante, procurando la mayor fidelidad en la percepción y representación de los sonidos (transcripción fonética)”.
Luego, en la misma línea de la distinción que hace el referido «Diccionario de términos filológicos», Moisés Chávez plantea la distinción entre «transliteración lingüística» y «transliteración fonética» («Diccionario de hebreo bíblico», Apéndice, páginas 789 y 790).
La «transliteración lingüística» comunica el significante o expresión, pero lo hace agregando una serie de elementos que son más bien propios del idioma fuente, pero que no ayudan en nada a la persona que recibe la transliteración y que desconoce los intríngulis de dicho idioma.
Por ejemplo, a una persona de habla castellana no le ayuda en nada el recibir una transliteración que incluya una señal que indique, por ejemplo, si una vocal es corta o larga. Este fenómeno que es común a la lengua hebrea, la aramea y el griego koiné, es, sin embargo, ajeno y extraño para el castellano.
Por otro lado, la «transliteración fonética» lo que procura es que la persona que reciba la transliteración reproduzca, es decir, lea y pronuncie, lo más exactamente posible, el sonido real y propio de la palabra hebrea aramea o griega que se ha transliterado, pero evitando reflejar ciertos elementos sólo comprensibles e idóneos en la lengua fuente o de partida.
Este tipo de transliteración obliga a colocar tildes en lugares que el castellano, que es nuestro caso, no permite colocarla en una palabra propia del castellano.
En tal sentido y, en todo caso, es preciso recordar que una «transliteración» no es una palabra, frase o texto en castellano, sino la reproducción de la cadena fónica (pronunciación) de una expresión de otra lengua, de otro idioma.
Luego, como la «transliteración» es tan contextual como la «traducción», la «transliteración» del hebreo al griego (que es el caso que nos ocupa), está determinada y sujeta a los recursos y las características propias de dichas lenguas.
Por ejemplo, una de las limitaciones que tiene la «transliteración» del hebreo al griego es que el griego no posee los mismos fonemas que el hebreo y viceversa.
Pero en el caso de que en una determinada cadena fónica (cadena de fonemas, expresión o significante) de la lengua fuente o de partida tenga su equivalente en la lengua receptora o de llegada, todavía es probable que el traductor no haga lo que podríamos llamar «transliteración perfecta o completa», y simplemente realice una «transliteración parcial o incompleta», una simple «adaptación» (reflejando sólo en parte la cadena fónica de la lengua fuente).
En consecuencia, una conclusión plausible es que la palabra «Emmanuel» es una adaptación griega (no una «transliteración fonética del todo, completa) de la frase, expresión o cadena fónica hebrea «im-manu-el».
Por supuesto, tenía a su disposición el traductor griego la letra «iota», que en el alfabeto griego representa el fonema vocálico «i», de la misma manera que el punto vocálico «jíreq» (pronunciación clásica) pero «jíriq» (o «jíric») según la pronunciación moderna también representa el fonema vocálico «i».
Por otro lado, si bien el texto masorético es posterior a la Septuaginta, no es menos cierto que ya es una tesis aceptada que en realidad los masoretas no inventaron la pronunciación que muestra y sugiere el texto masorético, sino que más bien la pusieron por escrito.
Además, desde el punto de vista semántico, es demasiado evidente que la carga semántica que nos proporciona el análisis morfológico de la frase o cadena fónica hebrea «im-manu-el», no la proporciona la cadena fónica griega «Emmanuel».
En realidad, la carga semántica que posee la frase o cadena fónica hebrea «im-ma-un-el», la tiene la cadena fónica, la frase o expresión griega (como muy bien lo pone de relieve el Evangelista Mateo: 1.23.), «methemón jo theós» (pronunciación erasmiana) y «methimón o theós» (pronunciación reucliniana): «Dios está con nosotros».
Por supuesto, si hacemos el procedimiento a la inversa, la frase griega «methemón jo theós» (o «methimón o theós») no le diría nada a una persona hablante hebrea que no supiera nada de griego.
La presencia de la doble «m» en hebreo y en griego
Si bien la adaptación griega («Emmanuel») de la hebrea «im-ma-un-el» sustituyó el fonema vocálico «i» por el fonema «e», no es menos cierto que sí reprodujo el fenómeno de la reduplicación, repetición o geminación de la letra hebrea «mem» (doble «m»).
Luego, si bien conoce el griego la geminación o repetición de algunas consonantes, no obstante, no conoce el griego la figura del llamado «daguesh forte» (daguesh fuerte: punto que se coloca dentro de las consonantes bajo ciertas circunstancias específicas, excepto las guturales y «resh», y que tiene el efecto de duplicar o repetir la consonante).
Ejemplos de palabras de la koiné bíblica con consonantes geminadas o repetidas, son: la conjunción adversativa «allá» (léase «alá», o «al-lá» (pero, mas, sin embargo).
Obviamente, no conoce el griego que la geminación de la letra «lambda» (equivalente a la «l» castellana) tenga la equivalencia del fonema «y», como la geminación de la «l» en «calle».
Un verbo con una consonante geminada es el verbo «guennáo» (léase «guenáo», o «guen-náo»: engendrar, dar a luz).
Un sustantivo con una consonante geminada (la letra «sigma», equivalente a la «s» castellana) es «glossa» (léase «glosa», o «glos-sa»: lengua, idioma).
En consecuencia, si bien la figura del «daguesh forte» («daguesh fuerte») es extraña a la lengua griega, no así la geminación o repetición de una consonante, realidad de la que habría de estar al tanto el traductor griego.
En resumen, se emplea el fonema inicial «e», y no el fonema «i» en la palabra castellana «Emmanuel» (derivada del griego y el latín), porque con la adaptación griega «Emmanuel», el traductor griego creó un neologismo que no consistió en una transliteración fonética completa, sino y más bien en una adaptación de la cadena fónica o expresión hebrea «im-manu-el».
Además, no es posible considerar la palabra «Emmanuel» como un préstamo, pues no existía en el hebreo. De todos modos, al final, la palabra en cuestión no vino a constituir un nombre propio en la onomástica hebrea, como tampoco en la griega.
En efecto, llama la atención que el «Léxico tes neas elenikés glosas» (léxico del griego moderno en griego), da como primera acepción de la palabra griega «Emmanuel» la siguiente: «Nombre de Jesucristo según el profeta Isaías».
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